Una máxima del mundo de las matemáticas propone expresar los problemas de manera invertida como método alternativo para la búsqueda de una solución. En esa línea cabe preguntarse qué recetas prescribiríamos para garantizar un país fallido de modo de buscar apartarnos de estas lo más posible. La manera más efectiva sería incorporar al diseño de los sistemas de gobierno, electoral y de partidos, reglas que aseguren el desgobierno y la inestabilidad política.
Empezaríamos procurando reglas que promuevan un gran número de candidatos presidenciales, que faciliten la llegada al Congreso de muchos partidos, y que dificulten la obtención de mayorías parlamentarias por parte del partido ganador de la elección presidencial. Con este fin estableceríamos una elección presidencial con segunda vuelta, donde la primera sea concurrente con la elección del Legislativo. La lógica de la segunda vuelta fomentaría la multiplicidad de candidatos presidenciales que apuestan a pasar a la segunda ronda electoral a pesar de su baja intención de voto restando incentivos a las coaliciones electorales. Para lograr congresos fraccionados la elección congresal en primera vuelta sería nuestro primer ingrediente al ayudar a dispersar los votos entre un gran número de partidos. A esto añadiríamos distritos electorales de gran magnitud que hacen viable convertir la dispersión de votos en escaños. Siguiendo con el propósito de dificultar la gobernabilidad, combinaríamos estos distritos electorales de gran magnitud con distritos pequeños de pocos escaños. Esto contribuiría a acentuar la distorsión entre votos obtenidos y escaños ganados. Así, podríamos en ciertos casos –dependiendo de la distribución del voto– fabricar mayorías parlamentarias y en otros fragmentar el Congreso. Junto a las reglas anteriores, abriríamos la puerta a resultados altamente indeseables como presidentes con mayoría opositora.
Continuando con nuestro objetivo de debilitar el sistema político, introduciríamos el voto preferencial, cuyos efectos negativos esperaríamos se amplifiquen en los distritos de gran magnitud al incrementarse la intensidad de la competencia intrapartidaria y los recursos necesarios para las campañas congresales. Esto nos daría el efecto combinado de debilitar la cohesión de los partidos políticos y aumentar el atractivo para el ingreso de dineros ilícitos a las campañas. En el conjunto, aspiraríamos haber construido las bases para dotarnos de congresistas sujetos a escasa o nula disciplina partidaria, con débiles vínculos de representación hacia sus electores, e infiltrados por la corrupción.
Si bien habríamos ya avanzado bastante en cuanto a nuestro objetivo de sembrar las semillas de la ingobernabilidad, hay mucho más que podríamos hacer aún. Buscaríamos restar incentivos al Ejecutivo y al Congreso para buscar puntos de encuentro de modo de favorecer los choques de poderes. Una manera efectiva de lograr esto sería debilitar una de las herramientas más poderosas del Ejecutivo para intervenir e influenciar en el proceso congresal: el derecho a veto. Con este fin reduciríamos al mínimo el voto requerido en el Legislativo para recusar el veto presidencial. Dos ingredientes adicionales resultarían de primera importancia en nuestro afán destructivo de la viabilidad del país; congresistas impedidos de reelegirse inmediatamente y una sola cámara de legisladores. Lo primero nos garantizaría congresistas inexpertos y eliminaría los incentivos para conducirse responsablemente frente al electorado. Lo segundo añadiría gran diligencia y carácter expeditivo al caos legislativo.
Finalmente, para garantizar la efectividad de este coctel tóxico extenderíamos el período presidencial el máximo tiempo posible sin recambio parcial del Congreso a mitad de término. Así, aumentaríamos la probabilidad de que el desgaste y las crisis políticas resulten en quiebres constitucionales. Lo ideal sería seis años, aunque cinco años serviría también a nuestro propósito.
Tristemente estas son las reglas que rigen la democracia peruana hoy. Mantener los actuales diseños fallidos son recetas para el desastre que nos condenan a un círculo vicioso de inestabilidad y deterioro de la política y sus actores, haciendo a su vez cada vez más difícil cualquier intento de cambio.
Modificar con éxito las bases del sistema político requiere una gran confluencia de voluntades y depende muchas veces de coyunturas históricas. Es precisamente por esto, sin embargo, que nos encontramos frente a lo que es probablemente una gran oportunidad generacional.
Nunca en nuestro pasado reciente habíamos contado, sino hasta ahora, con una propuesta integral de reforma del sistema político, diseñada con criterio técnico por expertos independientes, alrededor de la cual podamos movilizarnos como ciudadanos.
La propuesta entregada en marzo de 2019 por la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política presidida por Fernando Tuesta nos acerca a la posibilidad de sentar las bases definitivas para la construcción de una mejor democracia, probablemente más que en ningún momento antes en nuestra historia. Los ciudadanos podemos y debemos tomar control de la agenda de cambio demandando a quienes ostentan el poder político y a quienes solicitan nuestro voto la aprobación de la propuesta de la Comisión Tuesta.
Sin reforma política no hay futuro. No esperemos doscientos años más. Demandemos la reforma política integral.